Olga Orozco
Cuando la conocí recordé de inmediato
el poema de Milocz que dice en una parte:
“la extraña muchacha de párpados
arcangélicos…”
Después la vi muchas noches de canciones
y de sueños, despedirse de los amigos y par-
tir, en delicadas y misteriosas volantas,
hacia los arenales de la Pampa.
Se alejaba –y se la aleja siempre—como
una esmeralda negra y solar de la independencia
frente a toda capilla literaria.
Estoy seguro de que, cuando viaja, le dice
a su postillón que debe hacer atravesar –sin
miedo—a la volanta por esa Oscuridad Otro Sol
de su fidelidad absoluta a la poesía.
Carlos Latorre
Él sabía que es absolutamente cierto esto que dijo Baudelaire:
“La poesía es la negación de la Iniquidad”.
Sostuvo, con una insumisión extremadamente lúcida, una lucha
permanente contra todo aquello que le parecía deformado y
envilecido por la iniquidad.
Con su visión desesperada y purísima del mundo, fue valiente
en su tentativa de libertad, de sueño, de contrafuerte y de absoluto .
su rebeldía fue dueña de esa parte misteriosa de vitalidad que
sólo hay en los inocentes.
Ten nostalgia de nosotros, dulce y bravo Latorre.
Oliverio Girondo
Lo recuerdo celeste, negro, sangre, abismo,
rigor, conocimiento, cólera y encanto, correspon-
diéndose en carne y hueso con el infinito.
No perteneció a la legión de los literatos
impostados, ni a los niveladores por la base, al
estilo de Holliwood.
Fue criollo, pero muy lejos de las erradas
telurias, que carecen de un cosmos.
Oliverio no fue de aquellos para los que
Baudelaire reclamaba un cuadro, diciendo:
“Hermoso cuadro por hacer: la canalla literaria”.
Oliverio ha perjudicado a todo lo que tuviera
el mediocre tufo de los oficialismos, con su aptitud
de poeta natural y rigurosamente cultivado a la
vez. Con su conciencia en desobediencia e insumisión,
florecida en su sangre
Juan Antonio Vasco
De los bañados de Chascomús se alejó un
día Juan Antonio Vasco.
Cruzó el río Samborombón, por una pasarela
hecha con mantas de variados colores, que,
según cuenta Guillermo Enrique Hudson, usaron
como puente los soldados ingleses, cuando las
invasiones de 1807.
Juan Antonio llegó a la ciudad de Buenos Aires,
y muy pronto nos conjuramos para tratar de encon-
trar la taberna donde reinaban “los ojos de una
mulata que inventaba la poesía”, del poema de Guillaume
Apollinaire.
Entramos a la taberna, nos recostamos contra un
aljibe, no nos peleamos por la mulata, y bebimos el
vino e la llamarada blanca del amor, la poesía, la
libertad.
Después el se marchó para Venezuela,
y anduvo por caseríos, llanos,
esteros, palmares, montañas, boticas, chalanas tomadas
en puertecillos de grandes ríos, o de la mar, hasta
que, de pronto, se vino a Montevideo, en un acto—según
un poema suyo—de “justicia para la Banda Oriental”.
Aldo Pellegrini
Aldo Pellegrini fue un hombre de la materia
divina de lo terrestre y tenía el furor, el
dolor y el color de la infinitud.
Dotado de rebeldía poética, vital, a veces
era áspero, y con la cólera de un arcángel.
Muy tierno con los inocentes, atacó las madrigueras
de las impostaciones literarias, del desprecio, de
la imbecilidad de los poderes, y de la peste de la
técnica mal aplicada.
Su destrucción fue construcción.
Su arcángel, de llamas rojas y blancas, defendió a
poesía como pocos.
Aldo, te ruego que hasta reconocer el primer paraje
del infinito, entornando los ojos, seas áspero con los
primeros vientos solares que salgan a tu encuentro.
Hugo Gola
Con ojos del color de las mágicas nutrias
de los pajonales de la laguna de Setúbal, de
nuestra Santa Fe, aparece, en un Alto Verde, Hugo
Gola, cantando en el horizonte donde brillan
las palabras de las enredaderas sin nombre,
y las rosas.
Luce un pañuelo de cuello que le regalaron
las cigüeñas, que picotean, despacito el corazón
del agua—madre de la poesía.
Un sol, al que él lo tiene como esposado,
para que no se le desbande, acaricia a aquellas
palabras. Alimenta a ese sol con candelas de los
ojos de un planeta vecino, que descubrió hace
tiempo, y guarda ese secreto.
Ese sol le bebe su vino, mientras descubre
nuevas estrellas en la alborada mexicana,
cuando su balcón se llena de cigarras suaves
de la insumisión y de la serenidad.
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