Sueño con Edgar Bayley junto al mar
No está esta “riqueza abandonada” a pesar
de la rompiente de este mar que hoy quiere
detenernos.
Yo igualmente atropello a esta barcaza de
las negaciones.
Para nosotros es siempre el mismo tiempo
de comunicaciones con imágenes de
agua,
y es el mismo labriego el que ara sobre los
pinos caídos y carcomidos junto a ese
mar:
tú y yo lo saludábamos ebrios con el ron
de los piratas cuyas ánimas frecuentaban
los bares de La Paloma,
y tú siempre aparecías como recién desembarcado
de aquella barcaza que sólo llegaba hasta una
rada,
en esa orilla que tenía sargazos de felicidad
y el infortunio propio de las corrientes
del azar con que dios se maneja entre los
caracoles y aserrines amarillos de las
olas que se alejan para retornar con
párpados de perdiz almendrada desde el
fondo marino.
Esas olas que acariciaban la legitimidad de
los muelles sin pescadores,
los muelles que se desvelaban cuando cantaban
los náufragos del desamparo,
celebrando tu presencia y la mía.
Encantamiento de Edgar, tienes el color de
aquella isla del pirata de la resurrección,
isla donde habitaba una tigra calzada de
palomas amarillas,
que se atrevió a adorarte con sollozos de
sol,
y con las sombras de sus pestañas
bordadas con la sangre de una pleamar de
estrellas.
Porvenir de la amistad, del amor y del sueño,
vienes por las huellas del invierno marino,
y aquí estoy yo por estas costas,
con el recuerdo de una mujer de labios rojos
negros,
y un pacto de sangre muy lejano.
Y estoy cantándote a contratumba.
No está esta “riqueza abandonada” a pesar
de la rompiente de este mar que hoy quiere
detenernos.
Yo igualmente atropello a esta barcaza de
las negaciones.
Para nosotros es siempre el mismo tiempo
de comunicaciones con imágenes de
agua,
y es el mismo labriego el que ara sobre los
pinos caídos y carcomidos junto a ese
mar:
tú y yo lo saludábamos ebrios con el ron
de los piratas cuyas ánimas frecuentaban
los bares de La Paloma,
y tú siempre aparecías como recién desembarcado
de aquella barcaza que sólo llegaba hasta una
rada,
en esa orilla que tenía sargazos de felicidad
y el infortunio propio de las corrientes
del azar con que dios se maneja entre los
caracoles y aserrines amarillos de las
olas que se alejan para retornar con
párpados de perdiz almendrada desde el
fondo marino.
Esas olas que acariciaban la legitimidad de
los muelles sin pescadores,
los muelles que se desvelaban cuando cantaban
los náufragos del desamparo,
celebrando tu presencia y la mía.
Encantamiento de Edgar, tienes el color de
aquella isla del pirata de la resurrección,
isla donde habitaba una tigra calzada de
palomas amarillas,
que se atrevió a adorarte con sollozos de
sol,
y con las sombras de sus pestañas
bordadas con la sangre de una pleamar de
estrellas.
Porvenir de la amistad, del amor y del sueño,
vienes por las huellas del invierno marino,
y aquí estoy yo por estas costas,
con el recuerdo de una mujer de labios rojos
negros,
y un pacto de sangre muy lejano.
Y estoy cantándote a contratumba.
Sombrilla de avellanas
a Elida Manselli
El agua en a colina-castillo.
Con sombrilla de avellanas
llegaba el mar a la tierra.
Un automóvil de mirada amarilla
era el invierno.
Un paloma sollozaba frente a una
golondrina de mar.
La vertiente llovía sobre las lilas
del paisaje.
En la suave licorería del otoño
bebían venadillas el color de una
sangre.
Los labios del amor son como los
del coral,
en cuyos arrecifes muere el luto.
Gauguin en la antesala
a Julio A. Martinez Howard
En un país de funcionarios arde el tiempo
de las familias asesinas.
Niñas que cargan la belleza de sus primeros
esplendores,
pero luego descargan sus collares,
depositan sus aros en los brillantes ventanales
de un cuarto de parientes.
Y Gauguin, rehuyendo los terrores del tiempo,
enjoya las bahías,
las doncellas del brujo,
las manos de los ojos,
ojos de los cabellos,
los ojos de los ojos del perfume.
Rasgada de topacio
A Olga Orozco, 1991
Le dije que se pusiera su sombrero
y dejara deslizar una arboleda de sol
por la orilla del mar.
Había tanta sonrisa en su boca sonora
y a veces frecuentaban sus labios los
bares del coral.
Su memoria barría los barrotes de todas
las prisiones.
Era la hija del sombrerero de dios que pasaba
en un celeste y rojo carruaje,
ardiendo de amor al regreso de los reales
horizontes,
y en el olor a su carrera de ayudante
salida del polvo de las hadas,
su tránsito real ardía ahogado por la
sangre de pleamar.
Ayudante rasgada de topacio en el corazón
de la inmortalidad.
Juan Sánchez Peláez
“Como sueña y sueña aquel trueno”
Así sueña mi sueño en el sueño de
un hada,
y en él me escondo y escucho cómo
dando “un paso hacia el jardín
y el desierto”
llega la amistad de un poeta y su
libro AIRE SOBRE EL AIRE.
¡Qué aire terrestre, que tierra de
aire!
salen de su poesía para remojarse y
sonreír como un fantasma de la
infinitud.
“Y quédense tranquilos nuestra vida
y muerte!
Se le olvidó una tropa
a Sofía Betania Madariaga
Aquel burrito de ancas blancas
se lo olvidó una tropa,
y surgido de un desierto de garzas.
Tenía todo el color del final de
la muerte,
y en la nariz traía el beso de las
rosas del cielo,
y para mí, su coronación con la
corona de la luna.
Hervía el cielo y caía el rocío de
ese fuego
sobre la santabárbara con techo de
maíz y de agua de mis sueños.
Yo no temblaba sino que bendecía al
corazón el Diablo.
Mis dios aún no era el infinito:
era un río,
que me había donado un sombrero de
mariposas de su agua rosada.
Viaje estival con Lucio
Viaje estival con Lucio
-Aquí ya empiezan a haber caballos-
me decía.
Y el viento del nordeste comenzaba a ser verde
entre los colores del agua de la infancia.
Estábamos ya muy lejos de los bronces, los
mármoles y los floreros pintados "al gusto de
la familia" en los cementerios municipales.
Todo aquello quedaba atrás, y el sueño del viejo
tren casi fluvial nos envolvía.
Mi pequeño hijo de siete años y yo teníamos en
las manos las ramas de las estrellas y
el resplandor lentísimo de los ríos rosados,
donde sangraba el sol de los caballos, las
vaquerías y las antiguas guerras.
Era el primer viaje solos en el tren marrón que
no quiere morir.
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